¿Quién dice que un inglés no puede tener su Waterloo? David Cameron cometió el peor error de la política contemporánea, que lo condujo a capitular, a desvanecer la influencia del Reino Unido sobre Europa y a construir un muro que aleja a sus ciudadanos de una virtuosa comunidad política, laboral y comercial. El referéndum también desnuda a un Reino Unido (RU) profundamente dividido geográfica, social y generacionalmente, ante los efectos de la migración y comercio internacional en el empleo. La frustración de millones de personas no se alivia con razones técnicas, sino que encuentra en políticos demagógicos un canal para manifestar su malestar, sin importar el costo de las consecuencias. Ante la expansión global de la demagogia, nos hemos enfocado mucho en descalificar a líderes populistas, pero urge entender mejor los orígenes de este creciente problema social y emprender acciones colaborativas, en donde desde la empresa se tiene mucho que aportar. Lo anterior cobra mayor relevancia ante el cada vez más frecuente señalamiento por parte de políticos que responsabilizan a empresas globales de quitar empleos y de propiciar el estancamiento económico. Por ejemplo, uno de los promotores de brexit, Nigel Farage, proclamó que se trataba de “una victoria de la gente ordinaria, de la gente decente, es una victoria contra los grandes bancos comerciales, contra las grandes empresas…”. Es un discurso que parece haber salido de la pluma de Eduardo Galeano, en lugar de la de Adam Smith, y coincide con Donald Trump, quien arenga a ciudadanos que han perdido su empleo debido a decisiones de empresas globales en el marco del comercio internacional, como Carrier o Ford. Estas tensiones políticas se pueden atender mediante el entendimiento de quién gana y pierde en sus bolsillos. Al respecto, un reciente estudio de Rana Foroohar muestra que sólo el 19 % de los estadunidenses de entre 18 y 29 años se identifican a sí mismos como capitalistas y sólo el 42 % apoya al capitalismo. Gran parte de este problema reside en la relación actual entre el sistema financiero y los negocios, pues mientras en sus orígenes se financiaban nuevas empresas productivas y se contribuía al crecimiento, hoy el sistema financiero ha dejado de servir a la economía real y se sirve a sí mismo. De ahí que la autora concluye que “el sistema estadunidense de mercado capitalista está roto y no está sirviendo a la mayoría de la gente”. Esta realidad política y económica requiere promover un nuevo capitalismo más incluyente. En particular en México, en donde enfrentamos problemas diferentes, mismos que se vuelven exponenciales cuando millones de hogares no conocen los beneficios de un sistema capitalista ni de la globalización económica y que en sus vidas diarias padecen los efectos de la exclusión financiera. Aquí es donde las empresas globales pueden ser agentes de cambio y entender mejor qué es lo que motiva e interesa a las personas, no sólo en tanto consumidores, sino como ciudadanos y trabajadores. De esta forma, podrán identificar mejor cómo los consumidores y ciudadanos revaloran productos y políticos con identidad local por encima de grandes marcas o liderazgos nacionales. Además, las empresas deben redefinir una clara frontera en sus relaciones con el poder político, para que no sean parte del establishment y de élites que se busca derrocar. Reconocer lo anterior, sería el preámbulo de un replanteamiento de mecanismos de vinculación y cabildeo, así como de alianzas estratégicas entre diferentes empresas para generar un compromiso e identidad con las comunidades, y construir valor con cadenas productivas y comerciales desde lo local. Es el momento de complementar el paradigma de la eficiencia económica con la búsqueda de la dignidad laboral. Tal vez nos hemos preocupado mucho por brindar a la gente una gran variedad de productos, que ya no aportan valor a la gente, cuando en realidad se requieren fuentes de empleo. La experiencia del RU y de EUA obligan a innovar en estos terrenos, tanto en formas como en contenidos, y propiciar disrupción. De lo contrario, los riesgos de que las empresas se encuentren cada vez más ante situaciones políticas límite serán mayores. De ahí que es el momento que éstas sean las promotoras del cambio, en lugar de rehenes del mismo. Sin duda, la supervivencia de la democracia liberal requiere de un capitalismo incluyente, y las empresas son parte de la solución.